Variación lingüística

El lenguaje es, literalmente, un virus. El primero en señalarlo fue William Burroughs y esgrimió para ello un argumento incontestable: el lenguaje reviste el único rasgo característico del virus, que es el de carecer de otra función externa que la de reproducirse copiándose a sí mismo. En ambos casos la colonización conlleva trastornos que sólo cesan cuando la adaptación al huésped es perfecta (o dicho de otro modo, cuando el lenguaje complete su evolución en nosotros dejaremos de sentir sus inconveniencias, o lo que es lo mismo, seremos ángeles). Tanto el uno como el otro se sirven, para la autoconservación, de la metamorfosis incesante, intentando de esa forma burlar la vigilancia de nuestro sistema inmunitario ―un ejemplo: cuando muere un miembro de cierta tribu amazónica conocida por los científicos por su extraordinaria proporción de linfocitos y anticuerpos en sangre, su nombre, que por norma es el de alguna bestia de la selva, se convierte inmediatamente en tabú; entonces el grupo se ve obligado a encontrar una denominación nueva para el animal correspondiente, de tal forma que en pocas generaciones su vocabulario se renueva casi por completo.
    Científicos británicos y neozelandeses han observado atentamente los pormenores de la variación lingüística: han descubierto que, por regla general, nuestros idiomas sustituyen cada palabra por otra de distinto origen cada tres mil años, en un proceso de recombinación constante que, entre otras cosas, hace arduo o impracticable el rastreo de sus relaciones de parentesco más allá del umbral de los cinco milenios. Por otro lado, y esto es lo verdaderamente novedoso del estudio, se ha constatado que existe un grupo de vocablos, identificados por los investigadores como los de mayor frecuencia de uso, que pese a todo se mantiene refractario al cambio. Subproducto  de este descubrimiento es, por cierto, el muy accesorio conocimiento de que la mayor parte de las lenguas europeas y asiáticas proceden de un tronco común, que los estudiosos sitúan en la costa mediterránea quince mil años atrás. En todo caso, más interesante que esa constatación resulta el análisis de el breve elenco de palabras que han identificado como inamovibles, puesto que nos desvela aspectos hasta hoy desconocidos de la naturaleza e historia de nuestro parásito el lenguaje. Esa lista, que supone un primer esbozo de su genoma, incluye: yo, tú, aquí, ahí, cómo, qué, dos y cinco.
    Las más reveladoras son, sin duda, las cuatro primeras. A nadie se le escapa que en los pares yo/tú y aquí/ahí vibra el latido de ese misterio que llamamos conciencia. ¿Qué diría la epidemiología a este respecto? Conjeturo: es verosímil que antes del contagio ya el animal humano intuyera esa noción, que fuera el único que, a la vista de su propio reflejo, experimentara el acecho de un estremecimiento todavía inexpresable. Esa enigmática hiperestesia podría ser, encuentro, una vía válida para la penetración del virus, quizá la puerta por la que nos infectó, por primera vez, el lenguaje. Si esta hipótesis es cierta, los diferentes modos de decir yo y aquí a lo largo del mundo esconden una geografía y una historia de la conciencia (sí, pero ¿de quién? ¿De la nuestra o de la suya?) No es menos llamativo que junto a ellos no encontremos el binomio ahora/entonces: sospecho por ello que el tiempo no es una dimensión que nos sea intrínseca, sino que por el contrario su percepción la contrajimos junto con el habla.
    Siguen luego cómo y qué; opino que en este caso hablamos de dos genes adquiridos, presumiblemente el producto de alguna afortunada mutación del virus. Digo «afortunada» desde una doble perspectiva: por un lado el que estos sentidos se hayan convertido en material genético estable, casi inalterable, del lenguaje da fe de que le son evolutivamente provechosos, de que contribuyen a su pervivencia; por otro, diría que su acierto radica precisamente en que ofrecen al organismo anfitrión, el hombre, una ventaja sobre los demás. No me parece osado postular que el rasgo innovador del qué y el cómo adquirió carácter de epidemia a partir de la Grecia antigua, y que le debemos en gran medida nuestro estatus de príncipes de la Creación.
      La interpretación de la presencia de los numerales dos y cinco en esa lista me es arcana: sé que sin el dos no existe el significado «otro» (y por lo tanto tampoco «el Otro») y que el cinco, por ser el número de los dedos de la mano, es la antonomasia de toda la aritmética.