Υποσημειωσεις

Darío Acebales

Etiqueta: William Burroughs

Escritores del linde

La admiración por cierto número de sus predecesores acostumbra a formar parte de la condición de escritor, tanto que el estudio de la genealogía de esas querencias presta justificación a toda una disciplina académica: la Historia de la Literatura. No faltan en sus filas quienes fingen entender tales linajes como diagramas de flujo: siguiendo una progresión algebraica comienzan por Gilgamesh y acaban, por ley de necesidad, en los cuentos de Alice Munro, los cuales es de suponer que contengan en germen cuanto nos depara la literatura desde hoy hasta el día del Juicio Final. Un determinismo así detenta ventajas: en primer lugar nos exime de la farragosa tarea de escrutar a fondo la singularidad de cada obra (y por ende de cada autor); más profundamente, nos libra del anatema de la generación espontánea, perpetuando nuestro tic de atribuir a todo hecho fenomenológico (por ejemplo, un poema) una causa contingente y finita (digamos, otro anterior). Borges se hizo cargo del equívoco: suya es la página que propone que todo literato inventa a sus predecesores, con la que invirtió el sentido de las flechas del gráfico devolviéndoles de paso a los intelectuales la dignidad del libre albedrío.

    Ese flirteo silencioso entre muertos y vivos diría que desmiente con vehemencia el tiempo y ampara el viejo postulado de que cada hombre participa de una esencia común, la invisible ousía humana. Si ésta es real, no considero improbable que la biblioteca de cuanto se ha escrito sea uno de sus atributos, como para los musulmanes el Alcorán lo es de Dios. En los anaqueles de esa sala ideal los de aquí buscan a ciegas a los de allí, y los encuentran sublimados en intelectualidad pura: los textos, desgajados de unos cuerpos largamente ausentes, reivindican o condenan a sus artífices con una voz ya desnuda de las imposturas de la anatomía, el gestuario o la indumentaria. El autor muerto trasciende alambicándose en lenguaje: tal fue la naturaleza del diálogo de San Agustín con Platón, de Poe con Chaucer, de Kafka con Flaubert y Dickens. Así hasta el siglo xx, que introdujo en el mundo de las ideas un arquetipo nuevo: el del botón de rec.

    Me reconozco ignorante de los hitos de la relación entre escritores y cámaras, pero intuyo que las emisiones —sobre todo entrevistas, pero también reportajes y otras intervenciones más o menos estelares— debieron de alcanzar su apogeo cualitativo entre los cincuenta y los ochenta del pasado siglo, época en que la televisión todavía tanteaba los diversos equilibrios posibles entre palabra e imagen (el proceso, lo sabemos, se saldó con la negación de la primera en favor de la apoteosis de la segunda). En aquellos días Borges, Nabokov, Burroughs, Cortázar o Barthes se paseaban por las pantallas con una naturalidad que nada adeuda al adocenamiento, tan elegante que hoy resulta casi escandalosa. Como en las primeras tomas del cinematógrafo, los objetivos enfocaban cándidamente un mundo todavía fiel a sí mismo, por más que abocado por los mismos objetivos a la metamorfosis. Y es que aquélla fue una generación extraña; última y primera, su hábitat es transicional. Si el halago del estrellato catódico representa sin duda una novedad, el contenido y el formato de aquellos programas denotan en cambio la perduración de un sistema de valores anterior: los escritores, genuinamente intelectuales, responden de modo ingenioso y poético a las preguntas de los entrevistadores, mientras éstos por su parte cumplen gustosamente con la responsabilidad de no proferir sandeces, y de maravillarse cuando el entrevistado es maravilloso. En las grabaciones españolas hasta sorprende la formalidad del tratamiento de usted, hoy prácticamente desterrado de nuestras ondas hercianas y que añade a esos documentos una pátina de autoexotismo no muy distinta de la que halla un bisoño lector en las páginas de El Quijote.

    Tales son los escritores del linde: partícipes de dos universos, de los dos salen victoriosos. Sin paradoja, son simultáneamente pensadores auténticos y vedettes, porque la particularidad del momento se lo permite. Por una vez la aparición en pantalla en absoluto vulgariza, sino que antes confirma su carácter de criaturas excepcionales: en estos vídeos el espectáculo siempre parece distar apenas un paso de la inverosimilitud, como si se entrevistara al mito en lugar de al hombre, y sin embargo en todo instante se mantiene el empate entre realidad y encantamiento. No creo que haya escritor que no disfrute como un niño con esas grabaciones. Constituyen, me parece, un género difícilmente repetible en nuestros días, como las greguerías de Gómez de la Serna o los poemas modernistas de Rubén Darío.

Variación lingüística

El lenguaje es, literalmente, un virus. El primero en señalarlo fue William Burroughs y esgrimió para ello un argumento incontestable: el lenguaje reviste el único rasgo característico del virus, que es el de carecer de otra función externa que la de reproducirse copiándose a sí mismo. En ambos casos la colonización conlleva trastornos que sólo cesan cuando la adaptación al huésped es perfecta (o dicho de otro modo, cuando el lenguaje complete su evolución en nosotros dejaremos de sentir sus inconveniencias, o lo que es lo mismo, seremos ángeles). Tanto el uno como el otro se sirven, para la autoconservación, de la metamorfosis incesante, intentando de esa forma burlar la vigilancia de nuestro sistema inmunitario ―un ejemplo: cuando muere un miembro de cierta tribu amazónica conocida por los científicos por su extraordinaria proporción de linfocitos y anticuerpos en sangre, su nombre, que por norma es el de alguna bestia de la selva, se convierte inmediatamente en tabú; entonces el grupo se ve obligado a encontrar una denominación nueva para el animal correspondiente, de tal forma que en pocas generaciones su vocabulario se renueva casi por completo.
    Científicos británicos y neozelandeses han observado atentamente los pormenores de la variación lingüística: han descubierto que, por regla general, nuestros idiomas sustituyen cada palabra por otra de distinto origen cada tres mil años, en un proceso de recombinación constante que, entre otras cosas, hace arduo o impracticable el rastreo de sus relaciones de parentesco más allá del umbral de los cinco milenios. Por otro lado, y esto es lo verdaderamente novedoso del estudio, se ha constatado que existe un grupo de vocablos, identificados por los investigadores como los de mayor frecuencia de uso, que pese a todo se mantiene refractario al cambio. Subproducto  de este descubrimiento es, por cierto, el muy accesorio conocimiento de que la mayor parte de las lenguas europeas y asiáticas proceden de un tronco común, que los estudiosos sitúan en la costa mediterránea quince mil años atrás. En todo caso, más interesante que esa constatación resulta el análisis de el breve elenco de palabras que han identificado como inamovibles, puesto que nos desvela aspectos hasta hoy desconocidos de la naturaleza e historia de nuestro parásito el lenguaje. Esa lista, que supone un primer esbozo de su genoma, incluye: yo, tú, aquí, ahí, cómo, qué, dos y cinco.
    Las más reveladoras son, sin duda, las cuatro primeras. A nadie se le escapa que en los pares yo/tú y aquí/ahí vibra el latido de ese misterio que llamamos conciencia. ¿Qué diría la epidemiología a este respecto? Conjeturo: es verosímil que antes del contagio ya el animal humano intuyera esa noción, que fuera el único que, a la vista de su propio reflejo, experimentara el acecho de un estremecimiento todavía inexpresable. Esa enigmática hiperestesia podría ser, encuentro, una vía válida para la penetración del virus, quizá la puerta por la que nos infectó, por primera vez, el lenguaje. Si esta hipótesis es cierta, los diferentes modos de decir yo y aquí a lo largo del mundo esconden una geografía y una historia de la conciencia (sí, pero ¿de quién? ¿De la nuestra o de la suya?) No es menos llamativo que junto a ellos no encontremos el binomio ahora/entonces: sospecho por ello que el tiempo no es una dimensión que nos sea intrínseca, sino que por el contrario su percepción la contrajimos junto con el habla.
    Siguen luego cómo y qué; opino que en este caso hablamos de dos genes adquiridos, presumiblemente el producto de alguna afortunada mutación del virus. Digo «afortunada» desde una doble perspectiva: por un lado el que estos sentidos se hayan convertido en material genético estable, casi inalterable, del lenguaje da fe de que le son evolutivamente provechosos, de que contribuyen a su pervivencia; por otro, diría que su acierto radica precisamente en que ofrecen al organismo anfitrión, el hombre, una ventaja sobre los demás. No me parece osado postular que el rasgo innovador del qué y el cómo adquirió carácter de epidemia a partir de la Grecia antigua, y que le debemos en gran medida nuestro estatus de príncipes de la Creación.
      La interpretación de la presencia de los numerales dos y cinco en esa lista me es arcana: sé que sin el dos no existe el significado «otro» (y por lo tanto tampoco «el Otro») y que el cinco, por ser el número de los dedos de la mano, es la antonomasia de toda la aritmética.