La muerte como medida del cambio

por Darío Acebales

En el espacio de pocos días los titulares nos han deparado dos obituarios ilustres, ambos de representantes del ámbito de la farándula, ese mundo que es fingimiento de muchos mundos y que conforma, junto con la prostitución y la literatura, una desigual terna profundamente humana, y cuya noble materia son las otras verdades, la multiplicidad, la impostura. En esta ocasión han sido Alfredo Landa y Constantino Romero: al primero se le recordará por la proeza de convertirse en la antonomasia del caballero español, tan capaz de lo chusco como de lo auténticamente trascendente; el segundo permanecerá en la memoria del común, inevitablemente, por su herencia menos valiosa: el injerto de su estentórea voz en decenas de producciones cinematográficas americanas ―a Borges se le ocurrió que el doblaje ensaya los procedimientos de la teratología, es decir, la combinación arbitria y espantosa de elementos pertenecientes a seres disparejos.

Conmino al lector a que paladee, si se me permite al expresión en un contexto fúnebre, la embocadura que estos decesos puedan dejarle en el paladar, porque veo probable que se trate de los últimos de su género. Sería un oxímoron hablar de fallecimientos públicos: la muerte es siempre a título personal, y la conmoción y el duelo de las masas no suelen pasar de lo anecdótico; sin embargo, asistimos a la pérdida de figuras (y en este punto no sobra una mención a Sara Montiel) que para muchos españoles significan algo, es decir, revisten contenido semántico, son signos. ¿Pero signos de qué?

Existe, más allá de las ideologías, de las identidades o de los símbolos, un universo que se desintegra paulatinamente, diluyéndose en un polvo volátil e inasible cuyo análisis al microscopio revelaría una composición química compuesta precisamente de ideologías, identidades y símbolos. La disgregación de ese mundo, que entre nosotros vamos a llamar viejo, ocurre un poco en todas partes simultáneamente, y viene acompañada de un incremento en los niveles de ciertas ondas de alta frecuencia que trae consigo un estrépito ensordecedor e inaudible al mismo tiempo. Alfredo Landa, Constantino Romero y Sara Montiel son, al efecto, sinónimos de ese antiguo universo.

No es cuestión de edad ni de relevo generacional: pienso que lo que muere con estos artistas es la posibilidad de que el personaje público signifique. Nuestro país cosecha, aún hoy, candidatos idóneos a la ovación y el cariño del respetable, creadores indudablemente armados de talento que nos conmueven, nos deslumbran y, en ocasiones, nos soliviantan. Sin embargo, y a mi pesar, dudo de cuánta capacidad nos queda a los ciudadanos del nuevo mundo de admirarlos o execrarlos durante toda una vida. Tiempo al tiempo, pero sospecho que sus óbitos, independientemente de la pompa mediática que se les dedique, nos serán (in)diferentes.